Isard 700 – Un auto bien aceitado. Parte I
Andanzas de uno, como cualquiera de nosotros, pero peor…
Isard 700 – Un auto bien aceitado. Parte I
Fin de una era
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A principios del verano de 1963, Willy Plate y yo habíamos decidido desprendernos del kart que tantos sinsabores nos proporcionara.
Nuestra carrera como pilotos-preparadores-concurrentes-patrocinadores-empujadores-explotadores (por los motores que explotamos), había llegado a un lánguido, melancólico, infeliz final. Sin duda hubieron buenos momentos, pero fueron pocos y algo fugaces.
Muchos años después, cuando evocamos aquellos años intentando encontrar la respuesta a nuestra consistente mala fortuna, arribamos a una lógica conclusión: no estábamos preparados.
No sabíamos nada de mecánica; tocábamos lo que no había que tocar; no tocábamos lo que había que tocar; aprendíamos mal; no entendíamos. Sacábamos malas conclusiones.
Las únicas regulaciones posibles en el kart eran las de las barras de dirección, lo que permitía ajustar el ángulo de las ruedas delanteras. Nunca supimos hacerlo bien. O las dejábamos bizcas, como Zulma Lobato, o para afuera, como Néstor.
Parece evidente que el casillero "mecánica" de nuestros respectivos cerebros, estaba vacío, o desconectado, o en cortocircuito. Eso, a diferencia de tantos tipos de los que abundan en el mundo de los deportes mecánicos; esos que agarran una caja de fósforos y te hacen un encendedor. Y por el otro lado están los como nosotros, los que no saben ni abrir la caja, y cuando lo logran lo hacen boca abajo.
Recurro al escenario de los Turismo de Carretera de aquellos años para dar ejemplos:
Grupo 1: Pilotos mecánicos: Gálvez, Emiliozzi, Navone. Taller, carrera, podio, champagne.
Grupo 2: Pilotos cajetillas: Menditeguy, Alzaga, Casá, Bordeu. Carrera, podio, champagne.
Grupo 3: Pilotos: Segundo Ale. Arnaldo de Thomas. Nicolas Aguaviva. Carrera, cicuta.
Para terminar con la evocación de aquellos tiempos del karting, trataré de compararlos con los del TC:
En el grupo 1 el mejor ejemplo era el del polaco Herceg (no nació en Varsovia; nació en Pacheco). Taller, carrera, podio. Champagne no había.
En el grupo 2 elijo el ejemplo de Alberto Ustariz, el hacendado polista co-equiper nuestro, ya casado con la hermana de Willy. Llegaba al circuito en la Apache verde con la marca del campo en la puerta. Se sacaba las botas de montar (¡¡¡Tomátelas!!!) y se vestía de piloto. Se subía al kart. Dos o tres tipos se peleaban por empujarlo; arrancaba y corría. Se bajaba sonriente y limpio. Todos lo abrazaban, aunque hubiera salido noveno. Los mismos fantasmas que le preparaban y le llevaban el kart, se encargarían de retirarlo y llevarlo de vuelta al taller, de donde retornaría limpio y bien dispuesto para el próximo evento.
En el grupo 3, brillábamos, incandescentes, nosotros. Cuando el kart andaba bien y terminábamos una carrera en un puesto honorable, llorábamos de emoción. "Andar bien", para nosotros, era que el motor arrancara, que la cadena no se cortara, que el acelerador no se trabara a fondo (como me pasó en Mar del Plata; paré en Necochea, cuando se acabó la nafta).
En cuanto a la relación con las cosas mecánicas, indudablemente hay personas que no están donde deben, o están donde no deben. Un buen ejemplo es el de mi esposa. Hija única de madre viuda, su mamá le regaló, cuando la nena cumplió 18 años, un Renault Dauphine flamante.
La consentida no sabía manejar (después de medio siglo, todavía no sabe). La Signora –una italiana del Véneto; o sea: malhumorada- la mandó a la academia Lamela, en Parque Centenario. La Vieja, piola, le puso a La Gorda como chaperona. La Gorda era la cocinera de mi suegra: 100 kilos de alegría y una más que excelente disposición para el cariño.
Entre La Gorda y el instructor se estableció de inmediato una fuerte corriente de simpatía. El pícaro instruyó a la nena para que convenciera a mi suegra de pagarle también sus clases de manejo a la falsa chaperona. Las clases duraron meses, durante los cuales las aprendices no aprendieron nada y el que aprendió fue el instructor. Aprendió a afanar. Supongo que el pillo, con el producto de los millones de clases que les dio a las damas, se compró un terrenito en –digamos- Glew.
Ana –mi actual venerada esposa y por entonces soltera damita- salió por fin a las calles al comando de su Dauphine celeste. Antes de media hora se lo clavó a un taxi; se bajó y rajó. El Dauphine fue enseguida reemplazado por un 600 blanco. En la segunda salida le sacó la puerta. ¿Se dan cuenta de que hay personas que no se deben meter con las cosas mecánicas?
Chau Go-Kart. Hola Isard
Volvamos atrás. Cuando decidimos abandonar el deporte, una ráfaga de aire fresco inundó nuestros espíritus. Habíamos terminado de saldar nuestro crédito -con el producto de cuyos intereses, seguramente Alberto se compró la Apache- y decidimos vender la unidad. No recuerdo a quién ni a qué precio, pero el hecho es que nos hicimos de un monto que, según nuestros optimistas cálculos, nos alcanzarían para dar la vuelta al Mundo en Rolls Royce.
En la medida en que se esfumaba el optimismo se acortaban las pretensiones. La decisión fue: A Mendoza en el Isard.
El bueno del padre de Willy, un santo que compraba autos para sus hijos, acababa de obsequiarles un Isard 700. Celeste y crema. Por fin un auto razonable para un chico de 20 años. Basta de Ford 39, Estanciera 60, Rover 48 y Morris Ten 47, los otros móviles que Don Enrique les comprara, vaya a saberse con qué criterio, a sus dos hijos varones. El hermano mayor de Willy y copropietario de los móviles, estaba en la Escuela Naval y usaba el auto sólo esporádicamente.
Una del Morris Ten: Una vez volvíamos de Mar del Plata con Willy, en el Morris negro, ya medio fané. A 77 kilómetros por hora, uno menos de su velocidad máxima. Al Morris se le acababa de instalar una palanquita pedorra adosada a la columna de dirección, que comandaba la bocina o las luces largas, según la posición de un switch en el tablero.
Los autos ingleses siempre han sido célebres por sus instalaciones eléctricas surrealistas; ni hablar de algunas de sus extravagancias. El capot del Morris se abría mediante una llave ad hoc que se debía introducir en unas pequeñas aberturas ubicadas a cada lado de la tapa. La herramienta se alojaba en un soporte de cuero ubicado en la cabina, del lado del acompañante. Muy práctico.
El hecho es que había un cortocircuito en la posición "bocina" del interruptor, por lo que sólo la usábamos para activar la luz larga (¿Larga? ¿Eso es la larga? (Hacéme el favor...)
En la ruta no se necesitaba la bocina. Llegamos a Buenos Aires y me di cuenta de que tenía muchas ganas, pero muchas, muchas ganas, de ir a visitar a una chica que vivía por Flores. Una belleza que me hacía brotar baba radiactiva.
Le pedí el Morris a Willy. Lo dejé en su casa y partí hacia Flores, por la Juan B. Justo. Era de noche. Me olvidé por completo del problema del interruptor. Lo puse en "bocina".
Cuando llegué al cruce con Nazca, un penetrante olor nauseabundo inundó la cabina. Detenido en el medio de la calle, el Morris se empezó a incendiar. En la caótica cabina, en la que no veía nada, comencé a buscar la p.... llave del capot, a tientas. Tardé un siglo en encontrarla, bajarme y meterla en los agujeritos de m........
De pronto, desde la nada se materializó un tipo que empujaba un extinguidor gigantesco. ("Libro Guinness: Extinguidor más grande: El de la estación de servicio de Nazca y Juan B. Justo. Buenos Aires, Argentina)"
El bombero loco metió la enorme tobera adentro de la cabina y abrió la válvula. Una nube -digamos: una cúmulus nimbus- de nieve carbónica, o yogurt, o algo así, inundó el cockpit. (Está bien, flaco. Te agradezco el gesto. Pero, ¿por qué no le mandaste yogurt al motor, donde estaba el tema?)
El Morris se apagó. Quedó tricolor. De atrás para adelante: negro, amarillento, acero pelado. ¿Y ahora?
(Señor: ¿sabe si por aquí hay una oficina de reclutamiento de la Legión Extranjera? ¿Un dispensario de arsénico? ¿Un centro de castrado?)
Y bué. . A la cancha.
Lo juro. Fue así. El viejo de Willy era diplomático. Había sido embajador en 3 países. Pero tampoco la pavada. Si fuera mi viejo, yo todavía estaría corriendo con los muñones.
Desde teléfono prestado en la estación de servicio:
Yo: ¿Hola?
Padre de Willy, con voz somnolienta: ¿Quién es?
_Hola, Doctor. Soy Guillermo Aguirre.
_Hola, Guillermito. ¿Cómo estás? ¿Buscas a Willy?
_Este....no...digo....si....no digo
nada.....este......Morris.....fuego......yogurt...
_¿Te pasa algo?
_A mi, nada. El Morris se incendió.
_Bueno, Guillermito. Willy está durmiendo. Mañana lo vamos a buscar. Hasta mañana.
_Hasta mañana, Doctor.
_Click.
Menage á trois
Un buen día del verano del 63, Willy, Carlos Ledesma (mano de obra desocupada) y yo, partimos en el Isard 700 con destino a Mendoza, donde nos alojarían el coronel Francisco, tío de Willy, y su más que bella esposa, La Gringa.
Me atraía el viaje, el hecho de conocer Mendoza y –más que todo- el de volver a ver a la prima de Willy, una gloria cuyana que el año anterior fuera elegida Miss Azafata Internacional en Punta del Este. La chica era azafata de Aerolíneas; cuando AA era una empresa que nos enorgullecía...
Willy estaba excluido por el vínculo (bueno: mejor no hablo), y Carlos porque lo excluía yo. Aunque Carlos era más peligroso que guiso de granadas. Tenía mas minas que Sudáfrica. El vehículo que debía llevarnos y traernos a y de Mendoza era un Isard 700. El auto era muy razonable para aquellos tiempos, aunque hoy pueda parecer muy limitado. La carrocería parecía muy americana, con dos puertas amplias que permitían con cierta facilidad el ingreso al incómodo asiento trasero. El motor, de 700 centímetros cúbicos, era un boxer de dos cilindros opuestos, enfriado por aire. Muy al estilo del Citroen. Dos cañitos de recuperación de gases partían de cada tapa de válvulas y se juntaban en la cubeta del único carburador central. Ya se verá por qué destaco esta particularidad del motor.
El 700 era un auto. Especialmente si se lo comparaba con sus antecesores cosanguíneos: el 400 y el 300. En éste último, para superar los 60 kph tenías que gritar: ¡¡¡PPPRRRRRRRRRRR!!!
Un buen día, dije antes, los tres nautas, con bandera y banda, con los bolsillos colmados y el tanque lleno de hormonas, partimos hacia la lejanísima Mendoza.
Antes de partir verificamos la presión de los neumáticos y lo mandamos a Carlos a chequear el agua del radiador. Estuvimos mirándolo de reojo mientras el inocente escudriñaba el motor procurando encontrar lo in encontrable.
Nos cansamos, le dijimos que todo estaba bien e hicimos la última comprobación; aquella que repetiríamos cada 33 kilómetros a lo largo de los siguientes 2.500 km: revisamos el aceite.
-Continuará-
Por: Guillermo Aguirre