Recorriendo la ruta 40 Patagónica - En Ford A
Recorriendo la ruta 40 Patagónica - En Ford A
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Desde bastante tiempo atrás, Jorge Büchele y yo, veníamos pensando en realizar un viaje por La Patagonia en uno de nuestros Ford A. Pero era como un sueño inalcanzable, porque por más voluntad que pusiéramos, no llegábamos de ninguna forma a reunir lo necesario para tamaña empresa. Cuando hablábamos del tema siempre lo tratábamos como un plan para el futuro, que se veía bastante lejano. Jorge tenía un fuerte interés en este caso ya que lo motivaba muy especialmente ir a El Chaltén y recorrer los alrededores del cerro Fitz Roy, por donde anduvo su padre, Tobías Büchele, cuando era un jovencito de apenas 16 años. A tan corta edad integraba, como peón, una de las Comisiones encargadas de marcar los límites entre Argentina y Chile, por el año 1915.
Una noche, a mediados de Octubre de 2010, mientras le buscábamos la vuelta para concretar el viaje, vimos en Internet la realización del VII Rally de los Glaciares. Cuando notamos que el costo era bastante accesible, sin pensarlo y sin consultar a nadie, ahí nomás nos inscribimos. Nos resultaba más fácil ahora reunir los recursos, pero todavía no estaba todo dicho. Recién dos días antes de iniciar el viaje Jorge dijo: ¡Nos quedamos en El Calafate y nos volvemos andando! Y así se gestó una aventura inolvidable.
El Rally de El Calafate se desarrolla en otra nota de la revista. Al finalizar ese Rally, viajamos a El Chaltén, recorriendo una ruta de ripio con un paisaje de ensueño: ríos, cascadas y bosques rodeados de montañas y el imponente cerro Fitz Roy, que nos atrapaba a cada instante, sin poder despegarle la vista.
Volviendo a El Chaltén desde Lago del Desierto, escalando empinados senderos, nos acercamos al glaciar Huemul, otro de los caminos por donde pasó Tobías Büchele. Permanecimos largo rato contemplando en silencio toda esa maravilla natural, con ese lago lechoso formado al pie del glaciar, que da nacimiento a un ruidoso y serpenteante río que, por ser de montaña, baja saltando entre las rocas y gambeteando árboles añosos para terminar mezclándose con las aguas caudalosas del Río de Las Vueltas. Al regresar a El Chaltén, lejos de estar agotados por el esfuerzo, dejamos al Chiqui (así se llama mi Ford A) en la base y escalamos el Mirador de los Cóndores. Esto fue muy emocionante. Cuando llegamos allí arriba, después de una larga y extenuante caminata, descubrimos una increíble vista panorámica que incluía al pueblo y al imponente Fitz Roy cuidando sus espaldas. Nos sentamos en unas rocas y allí estuvimos, más de dos horas, en silencio, esperando la caída del sol. Nos comunicábamos con las miradas y pocas palabras. No quería interrumpir los pensamientos de Jorge los que, con seguridad tenían que ver con la proeza de su padre, recorriendo esos inhóspitos lugares a tan temprana edad.
Nos habían dicho que era muy difícil divisar la cumbre del Fitz Roy y el cerro Torre pues siempre los tapan las nubes o llueve, debiendo permanecer varios días para poder verlos. Sin embargo, como si Tobías estuviera guiando a su hijo para que cumpla su deseo, llegamos en un día esplendoroso y los tres días que estuvimos no hubo una sola nube en el cielo. La noche anterior a irnos, lo vimos con la luna llena. Jorge vio destellos de luces que, luego nos dijeron, eran las linternas de los escaladores llegando a la cumbre del Fitz Roy.
Esa noche de luna llena, fuimos a la estancia de la escritora Patricia Halborsen, nieta de uno de los primeros pobladores de la zona, ya que Jorge se empeñaba en averiguar más detalles de los sitios recorridos por su padre y los nombres de las estancias. Fue bien recibido y seguirán en contacto para continuar la investigación.
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Después de tres días en ese hermoso lugar, volvimos hacia la desértica y aún enripiada Ruta 40. Viajábamos a los saltos por las enormes piedras removidas por las maquinas y, en un momento, escuchamos un ruido, como que algo estaba por caerse. Se había roto el travesaño soporte de los faroles delanteros. Jorge caminó hasta un guardaganado que acabábamos de pasar y encontró un trozo de hierro, lo corto con una sierrita que llevábamos, introdujo una punta en el hueco del travesaño, atamos la otra con alambre y continuamos camino como si nada hubiera pasado.
Nos quedamos en Bajo Caracoles para visitar la misteriosa Cueva de Las Manos a orillas del Río Pinturas.
De nafta quedaba sólo el olor pues habíamos consumido hasta los 10 litros de repuesto. Nos dijeron que no había combustible hasta dentro de cuatro o cinco días. En aquel lugar no había más que un hotelucho, un surtidor sin nafta y dos casas. Alrededor… solo desierto. Jorge, más sereno que yo, dijo: -Vamos a descansar, mañana vemos que hacemos-. Yo casi no pude dormir. Al día siguiente, el dueño del hotel, también dueño de la estación de servicio, nos consiguió 20 litros de nafta. Pero todavía nos quedaban 300 km. Le dije al Sr.: -Estamos acá y no vamos a poder llegar a conocer La Cueva de Las Manos, no nos alcanza el combustible, ¡es inconcebible! ¿No nos podría conseguir 20 litros más?- Nada me contestó. Al rato volvió con 20 litros más. ¡Qué alegrón! Ahora sí continuamos, felices, nuestro raid.
Luego, retomando nuestro camino, entre piedras, ñandúes, guanacos y mulitas (a la que por allá le llaman "pichi"), siempre por la 40 de ripio, llegamos a Perito Moreno y desde allí rumbeamos para Los Antiguos a orillas del Lago Buenos Aires. Este pueblo es llamado "La Capital de las Cerezas" ya que allí se cultivan, por excelencia, las mejores especies.
Después de visitar dos días este lugar, partimos con un día lluvioso, que le agregó más adrenalina a nuestra aventura, ya que al ripio esta vez se le sumaba algo de barro. Allí, el Chiqui, coleaba un poco, pero seguía alegremente sumando kilómetros, sin problemas.
El viaje fue largo, pero al fin llegamos a Esquel. Allí visitamos a Paloma Korn (nieta de Alejandro Korn, el famoso médico) y Dugui (diminutivo de Douglas), quienes nos llevaron a pasar un día de campo a Trevelin. Allí, ellos tienen una vistosa y típica cabaña sobre algunas hectáreas con bosque, ganado vacuno, un tractor y un cuadriciclo para poder recorrer el campo. Para acceder a su propiedad, tienen que pasar seis tranqueras de campos vecinos. En una de esas pasadas, vimos cruzar el camino una parejita de codornices con siete u ocho polluelos. Fue bellísimo.
También paseamos por el Parque Nacional Los Alerces, Trevelin y viajamos en la gloriosa Trochita, trencito que va desde Esquel a Nahuel Pan, una pequeña colonia aborigen distante a 22 km. Sus casas están construidas con durmientes del ferrocarril.
Otros dos felices y movidos días consumió esta parada, tras los cuales partimos hacia El Bolsón, San Carlos de Bariloche y Villa La Angostura, localidades estas más conocidas por todos, incluidos nuestros consocios, ya que a esas localidades viajamos en pasados rallíes.
De Angostura, por el hermoso camino de los Siete Lagos, llegamos a San Martín de Los Andes, último destino turístico de nuestro derrotero.
A partir de allí comenzaba un largo viaje de regreso a casa. Después de visitar esta hermosa villa cordillerana con su hermoso lago Lacar, anduvimos dos días casi sin parar, tomando el larguísimo y monótono Camino del Desierto que recorrimos con mucho calor, pero contentos y satisfechos de haber cumplido nuestro sueño, llegando a casa sin novedades mecánicas de ningún tipo.
Además del viaje en sí mismo, algunas reflexiones nos dejan las experiencias vividas. Una de ellas es la certeza que, en Ford A, conservando su ritmo, se puede ir y volver de donde sea, a la distancia que sea, con el tiempo que sea. Si el auto está correctamente conservado no nos dejará de a pié. A su ritmo, incluso, los paisajes se disfrutan de otra forma, ya que su baja velocidad permite no estar tan pendiente del volante y disfrutar del trayecto y el paisaje. Por último, me pregunté ¿Por qué la gente piensa solo en la meta y no disfruta del camino? No dejan de preguntarnos cuánto tardamos, en vez de interesarse por qué cosas disfrutamos y como era tal o cual lugar. Así se vive hoy la vida, sin disfrutar de las cosas sencillas y hermosas, como compartir vivencias con amigos y la familia. En este contexto, queremos destacar la hospitalidad de aquellos que nos recibieron con tanto afecto en sus hogares, desinteresadamente, como Ana Maria y Juanjo de El Calafate y Paloma y Berwyn Douglas de Esquel Otros fieles amigos nos ayudaron a realizar este viaje alentándonos e interesándose por nosotros. Todos ellos están en nuestro corazón.
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Por: Nilda Rodríguez y Jorge Büchele