El auto rojo
El auto rojo
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Pobre mi vieja. Nunca pudo aprender de autos. Y eso que me acompañó mucho en mis primeros pasos de aprendizaje. Pero no hubo caso. Seguramente no le interesaba. Ni siquiera aprendió a manejar. Una vez, cuando los taxis era autos comunes, con la única diferencia que tenían el medidor montado del lado del acompañante, se habían citado con mi padre en una esquina céntrica para ir a cenar a lo de unos amigos. Como el se atrasaba, mi madre se puso nerviosa y paró el primer auto que pudo. Era mi viejo, que justo llegaba.
Pero al lado de ella aprendí mucho de autos. Cuando yo tenía siete años, todos los domingos me llevaba a la escuela dominical de una iglesia protestante que quedaba frente a plaza San Martín. Íbamos en tren hasta Retiro y de allí subíamos caminando por la barranca de Maipú. Era una cuadra maravillosa, muy larga, donde podían estacionar muchos autos. Había que parar a identificarlos a todos. Siempre. Cuando el tren se atrasaba y se hacía tarde, el rito se cumplía a la vuelta. Aunque se retrasara el almuerzo. Los días de lluvia eran un plomo: para no mojarnos, tomábamos el subte hasta Plaza San Martín y desde allí eran unos pocos pasos. No veíamos casi ningún auto.
Siempre empezábamos desde abajo, frente al bar "Adams". Había que parar al lado de cada auto y fijarse en todos los escudos y las inscripciones cromadas, que podían estar al costado del capó o en la tapa del baúl. Los adornos del capó a veces no eran de gran ayuda, porque eran figuras decorativas o insignias sin aclaración, aunque pronto aprendí a relacionarlas con la marca correspondiente. Eran como los íconos de la computadora. El óvalo de Ford siempre fue clarito y el escudo de Chevrolet resultó fácil, porque había muchos, pero para identificar a los Dodge que lucían un carnero con enormes cuernos, los Plymouth la figura del Mayflower con todas las velas desplegadas, y los De Soto la imagen del conquistador español, con casco y todo, hubo que hacer investigaciones.
Surgían complicaciones. A veces, en el costado del capó, en letras cromadas decía "De Luxe", pero para conocer la marca había que ir al frente o atrás, a la tapa del baúl. Se resolvió rápidamente porque era el modelo de lujo "Fleetline", resultó un poco mas complejo hasta que descubrimos que era un modelo de Chevrolet. El Zephyr nos costó bastante, hasta que nos dimos cuenta que era un modelo de Lincoln.
Corrían los últimos años de la década del cuarenta y en la calle se mezclaban los autos cuadrados de la preguerra con los imponentes modelos norteamericanos de grandes dimensiones, que ya empezaban a cargar bastantes adornos cromados. Era una época emocionante porque los autos cambiaban de forma todos los años. Allí entró a tallar el viejo. Cuando íbamos con él, en su auto, me cantaba el año de fabricación de cada modelo. Todavía hoy puedo identificar, año por año, todos los Ford y Chevrolet desde el 30 hasta el 60. "El sommelier", me dice mi sobrino, matándose de risa. Pronto empecé a identificarlos de lejos, por la forma y el tamaño. Un día me pegué un chasco. Desde la distancia era una cupé Ford 47 perfecta, pero cuando me acerqué, sobre el costado leo Mercury. ¿Que pasó? Es que para competir con el Pontiac, sacaron el modelo básico Ford con algunos chirimbolos más. Había que tener mucho cuidado para no cometer errores. Recién en 1949 el Mercury salió con la carrocería propia. En su mayoría eran autos americanos, aunque en ocasiones aparecía un Hillman, un Morris 10, algún Citroën 11 Ligero, siempre marrones o negros, y por supuesto el Topolino. Por su tamaño pequeño a mi madre le resultaba simpático, pero yo me daba cuenta que le faltaba potencia al motor.
De a poco fui clasificando a los autos en categorías bien diferenciadas: los autos grandes, eran americanos, los chicos, europeos; los cuadrados eran de antes de la guerra, los mas aerodinámicos, modernos. Era un mundo ordenado y prolijo…
Hasta que apareció el auto rojo.
De pintura estaba bastante flojo, descascarada en partes y falta de brillo, pero se notaba que era un auto especial. La trompa era corta, muy corta, y tenía tres faros. Tres faros dije, uno en el centro y dos laterales. Jamás visto. La carrocería, integral, era larga y tenía cuatro puertas. El diseño aerodinámico se afinaba hacia la cola, que terminaba con una aleta dorsal central. No tenía luneta ni baúl y en la parte trasera había unas aperturas en la carrocería que parecían las agallas de un tiburón. Una máquina infernal.
No tenía ni una sola marca de identificación. Ni adelante, ni atrás ni en los costados. A las ruedas le faltaban las tasas. Lo miramos de arriba y de abajo, de atrás para adelante. Hasta hice bajar a mi madre a la calle, cosa que me estaba vedada a mí, para que se cerciorara que no hubiere alguna inscripción del otro lado. Espié por la ventanilla del conductor para ver si en el volante o en el tablero había algún indicio. Nada.
Lo vimos varias veces y jamás encontramos una pista. Mi padre, que era nuestro máximo referente, tampoco lo reconoció. No encajaba en ninguna categoría. Era muy grande para ser europeo, pero no podía ser americano. No tenía una trompa larga que anunciaba gran potencia de motor, como el Packard por ejemplo. Al no ser cuadrado, no podía ser muy antiguo, sin embargo no tenía las formas voluptuosas de los Cadillac o Buick nuevos. Era sapo de otro pozo.
Pasó el tiempo, lo dejamos de ver. Dejé de ir a la escuela dominical, hice el bachillerato, me tocó la colimba, fui a la facultad. Como tantas cosas que alguna vez nos fueron importantes, el tema del auto rojo perdió vigencia.
Pasaron veinte años.
Un buen día, husmeando entre los estantes de una librería en la calle Florida encontré un libro muy voluminoso: "La Enciclopedia del Automóvil". Los autos estaban ordenados por país de origen. Lo empecé a hojear y allí estaba, en las páginas correspondientes a Checoslovaquia, en una hermosa foto a todo color, resplandeciente, pintado de gris, pero indudablemente el auto rojo.
Aún quienes no tengan mayores conocimientos de mecánica podrán captar el saborcito especial que tiene la ficha técnica: Sedan Tatra T87, fabricado en el año 1935, motor trasero, V8 de aleación de aluminio con árbol de levas a la cabeza, de tres litros de cilindrada, refrigerado a aire. Velocidad máxima, 160 kilómetros por hora. El faro central giraba con el volante, para brindar mayor visibilidad de noche en las curvas.
Ese fin de semana fui a cenar a la casa de mis viejos. Comenté mi hallazgo, pero mi madre ya no recordaba al auto rojo.
Por: Eric Nordenstahl