En el Karting, hice ruido. Parte I

Andanzas de uno, como cualquiera de nosotros, pero peor...

En el Karting, hice ruido. Parte I

De Paperinos y Tehuelches

En el Karting, hice ruido. Parte I
En el Karting, hice ruido. Parte I

Desde que puedo recordar, me apasionaron los autos, las motos, los motores. Sus ruidos y sus olores. No puedo hablar de otras sensaciones, porque en aquellos tiempos, a mis 14 años, yo nunca había manejado nada a motor. No debo acreditar como experiencia el haber dado una vuelta a la manzana en el triciclo de reparto verde con motor Villiers que conducía Mario, el hijo de don Manuel, el dueño del almacén de la esquina.

Debuté en unas vacaciones marplatenses. Sucediò que en la bicicletería de la esquina, donde mi hermano y yo alquilábamos las inefables Bianchi negras, el dueño incorporó a su flota...¡una moto!. No era una moto-moto, como las BSA, las Puch -la preferida de los deshollinadores- o las Jawa; todas, 125. Todavía no habían aparecido esos auténticos prodigios de diseño y manufactura que fueron las Lambrettas. ("Vendo Siambretta 125. Solo 30 dueños. 1.765.000 kilómetros reales"). Ni hablar de las grandes: HRD, Harley, Indian. Mi padre era el Despachante de Aduana y amigo de Juan Salatino, el representante de Triump. vivíamos cerca; yo iba a la concesionaria de Las Heras, frente a la Penitenciaría, y me pasaba horas esnifeando los olores del taller, y volvía a casa como Charly García antes del clavado.

Volviendo a la de alquiler: era una con pedales y motor de 50 cc. Marca HMW -Halleine Motor Werke- austríaca. (¿De dónde la sacaron?)

Una moto de 50 no era despreciable; había varias, casi todas italianas, de aspecto deportivo, que nos rompìan la cabeza: Capri, Alpino. Y la Paperino, con un cuadro estampado con forma de pato ("paperino="patito" en italiano) que también rompían cabezas pero por otra razón: se les partía el cuadro cuando agarrabas un poozo.

Cuando cuarenta años después, rememorando historias con Willy, mi mujer nos escuchó hablar de motos y cráneos rajados, preguntó: "¿Qué, no usaban casco"?. Nos miramos con Willy: (¿Cascos? ¿En aquella época? ¿En una Paperino? ¡Andaaá!) Por entonces, el mejor casco sería el que usaba Fangio, un Stadium inglés marrón, modelo pelela, y era –perdóneme, Chueco- un asco.

Imagínense un casco para motito; mejor te ponías una lata de bizcochos Canale con la ventanita de vidrio para adelante. Tampoco servía para nada, pero era más divertido.

Aquí debo recordar una experiencia anterior: el padre de Willy fue embajador; a su vuelta de Canadá, uno de sus destinos, se trajo en el "lift van" una motito NSU "Quickly", también de 50 cc., dos velocidades. Pobre Quickly, pobre Willy, pobres vecinos que tuvieron que bancarse el estrépito del biciclo, sin silenciador, a la hora de la siesta.

Volvamos a la HMW. Era nueva. El bicicletero, un absoluto inconsciente, no dudó en alquilarnos la HMW, primero a mi hermano y después a mí. Nos explicó (1) los procedimientos, y nos recomendó (2) andar despacio, porque la moto estaba en ablande.

A la explicación 1: ..."cri, cri, cri..."
A la recomendación 2: "jujurujaija"

Ese fue mi vuelo de bautismo. Seguí volando durante ésa y dos sucesivas temporadas, hasta que mi hermano compró a medias con su amigo Patricio, una Tehuelche 75, "LA moto".

Cuando Patricio recibió la citación para presentarse en la colimba, buscó a alguien que lo acompañara en el viaje a Buenos Aires. Mi hermano alegó alguna mentira para zafar, porque era mentiroso y vivo. Yo era mentiroso pero no era vivo. Me postulé, loco de entusiasmo.

Partimos a la noche, con el farito que no iluminaba nada. No había tráfico, así que no importaba. Como la luz de cola era todavía peor que la delantera, cuando oíamos que venía un auto, nos salíamos de la ruta. Piloteaba Patricio, que no me la dejó manejar en todo el viaje. Mis maldiciones comenzaron a la altura de Vivoratá. Empezò a llover; tranquila, mansamente, y estuvimos largo tiempo en maceración, muertos de frío. Llegó la mañana, salió el sol y nos despojamos de nuestra ropa empapada, para quedarnos "en malla" la única prenda seca que portábamos en nuestros bolsitos. El asiento era tipo banana, con capacidad para un piloto esmirriado y, eventualmente, una rubia livianita. ("Agarrate fuerte", le decías; la livianita hacía caso y te apoyaba el material contra la espalda y a vos se te borraba el software).

El asiento, queda dicho, no era adecuado para un largo viaje; ni con dos tripulantes, ni con uno, ni con ninguno. Me fui quedando dormido; me despertó un estruendo proveniente del motor: se había soltado el caño de escape, y no pudimos colocarlo. Necesitábamos alambre, que no teníamos. Pero...¡Caramba! ¿No es alambre lo que abunda en los alambrados de los estancieros latifundistas?. La obvia respuesta puso en marcha a Patricio, que munido de una pinza, se agenció unos 5 metros de alambre acerado, durísimo e inmaleable, que después de mucho trabajo nos permitió atar el caño y seguir, aunque no quedó bien ajustado. Descartamos los cuatro metros y medio de alambre que nos sobró y continuamos con el raid.

El sol nos calcinó. El motor recalentó, y cada 50 kilómetros se cortaba la corriente. Llegamos a Buenos Aires, casi de noche, con la ropa que tuvimos que volver a ponernos; que viajó en los bolsos y estaba húmeda. Puajjj.

Patricio me dejó en mi casa y partió para la suya. Mis maldiciones volvieron a fallar; no se estroló contra un árbol. Peor: a la mañana se presentó en la colimba y se enteró de que se había salvado por número bajo. Me llamó para decirme que volvía a Mardel, y me pidió que lo acompañara. (¡Ésta! ¡Hacete moco vos sólo, cuando te alcancen mis maldiciones recicladas!)

¿Pueden creer que el tipo volvió sin ningún problema? Si yo hubiera sabido que Patricio iba a ser todo un Juez de la Nación, lo hubiera denunciado en ese momento por el robo de esos cinco metros de alambre. (¿Conque robo calificado, en banda, Usía?)

Retorrnemos a la HMW: fue debidamente ablandada, utilizando recomendables procedimientos de rodaje, tales como bajar al mango por la cuesta de la Explanada en dirección a La Perla, ocasionándole al motorcito una pasada de vueltas horripilante. Recuerdo el ruido del motor, cuando al principio de la pasada, entraba en 4 tiempos, y después producía adorables explosiones. Para el caso, fue durante uno de esos descensos en que a mi amigo Diógenes M. se le partió la Paperino, una de cuyas mitades fue a dar a la playita en la que Alfonsina Storni fue a hacer surf sin tabla, de noche. (Chicos, no hagan eso en sus playas)

Diógenes no se hizo nada porque era un tipo raro. Cuando se lo contamos a los chicos de la barra, todos preguntaron: ¿Se hizo bolsa? ¡Decime que se mató!. Cuando les informamos que había salido indemne, dijeron: "Típico"; porque Diógenes -lo dije- era un tipo raro.

Aunque no tan raro como su hermano Eleazar, el protagonista de la siguiente anécdota: estando de visita en el campo de un amigo -no recuerdo en cuál provincia patagónica- Eleazar, junto con el dueño y el capataz del campo, emprendieron una excursión a caballo. Llegaron a la margen de un caudaloso -tampoco recuerdo su nombre- río que debían cruzar. Viendo como venía la corriente, el capataz dijo: "Patrón, mejor no nos larguemo, porque la coza (con zeta) tá brava". El patrón coincidió con su capataz.

Eleazar no coincidió.

Echó una mirada apreciativa, hizo –seguramente- algunos cálculos logarítmicos, y pontificó: "Le tengo fe al zaino", frase que ha perdurado en el anecdotario popular y tengo entendido que se la sigue evocando aún hoy, en patagónicas charlas de fogón.

Eleazar espoleó al zaino y penetró en la corriente.

No son dignas de crédito las versiones que aseguran haber encontrado al jinete en una caleta de la isla Decepción, muy mordisqueado por las centollas y los cangrejos ermitaños. Y que al corcel se lo comió una orca.

Cuatro ruedas, tres pilotos

Yo acababa de cumplir 19 años cuando descubrimos el Karting. Fue en el circuito "La Siesta" cerca de la ruta 2 y Constitución, Mar del Plata. Fuimos con Willy, alquilamos un par de unidades y decidimos que habíamos nacido para ese deporte. Teníamos que comprar un kart, "de carrera". ¿Cómo, con qué plata?

Ni al padre de Willy ni al mío se les podía siquiera sugerir que oblaran los fondos. La solución llegó de la manera menos pensada. Una de las hermanas de Willy se puso de novia con Alberto U., hacendado, polista y ricachón. Al hombre -20 años mayor que la damita- le gustaban los fierros. En un alarde de ingenio, mi cómplice y yo propusimos al novio formar parte del equipo, mediante un aporte de capital ("Vos ponés la guita y lo corremos los tres") El imputado aceptó, y la scudería quedó integrada por Alberto, de 38 años, y nosotros dos, de 19.

El capital lo aportó el candidato, pero mediante un préstamo que le hizo a la comandita. Nada tonto el capitalista. No recuerdo el monto, pero sé que estuvimos amortizando el crédito hasta la semana pasada.

No importaba. Nos hicimos amigos de varios tipos macanudos que fueron los primeros en practicar el karting en Argentina, cuando lo introdujo Macoco Álzaga. Nos recomendaron comprar el "Bill Kart", un chasis reticulado hecho con cañito de luz. "La copia exacta del chasis inglés Moss", dijo el Chuzo González, palabra santa. El Chuzo tenía un "Xterminator" americano, "diseñado por Jim Rathman, ganador de Indianápolis". Como una gran tabla de lavar, pero de aluminio.

El motor que equipaba al Bill, (por Billancourt, su fabricante) era el de moda: Mc Culloch M20. De 100 cc, 12 HP a 12.000 rpm. Lo que se conocía entonces por Fórmula Internacional, para diferenciarse de los de Fórmula Nacional, prácticamente todos Zanella 100, 8 HP a 9.000 rpm.

Preparados, los Macalos se iban a 16 HP, y los Zanella a 10 HP. Mango más, mango menos. El escenario se dividía claramente entre los FI, todos importados salvo el Bill, y los FN, todos vernáculos.

Los engendros de la FN eran de no creer. Los "chacareros" se aparecían con unos enormes chasis de caño grueso, altos y con ruedas finitas de motoneta, con pesadas y voluminosas cajas de velocidad de moto, a diferencia de los importados, todos sin caja, con transmisión directa, gomas slick. La diferencia de perfomance era inconcebible, pero los tipos insistieron hasta que prefirieron dedicarse a las pistas de tierra.

Alberto, el novio polista, no estaba nunca. Papita para el loro.

Ni Willy ni yo sabíamos de mecánica, por lo que decidimos no tocar nada y correr con todo standard.. La Federación nos adjudicó el número 52. Optamos por turnarnos en cada carrera. Como estábamos en verano, la cuestión era en Mar del Plata, donde fuimos de los primeros en correr en la nueva pista "Kart del Plata", vecina a "La Siesta", pero de mejor y más largo trazado. Literalmente,vivíamos en la pista. El Bill doblaba muy bien y siempre estuvimos entreverados; no ganamos ninguna, pero salimos segundos en dos. Y octavos en las "50 Millas Marplatenses", donde participaron ¡50! karts. Cuando terminó la carrera, todos los pilotos –dos por kart. (50 x 2=100)- nos apiñamos alrededor de los planilleros, dos pobres tipos que adjudicaban los primeros puestos a los que los insultaran más y mejor. Después de largas consultas con las planillas y entre sí, pegaron a la pared un cartel en el que daban las primeras 10 posiciones y huyeron.

Habíamos instalado un sistema aceitador de la cadena; una alcuza a botón de la que salía una manguerita que descargaba sobre la corona. De tanto en tanto mandabas óleo, que se distribuía: 23 por ciento sobre la cadena, y 77 por ciento sobre tu cogote. Basta. ¡Help!.

Continuará...

Por: Guillermo Aguirre